Estoy desempolvando algunas reflexiones viejas (Algunas de mi TFM, por lo que ya tienen más de un año y eso es viejo ¡Qué cruel es el Ciberespacio!) sobre la comunicación de la creación lingüística en la red. Quiero ver cómo las reescribo y actualizo para añadirlas en la fundamentación de un libro. Las voy a dejar aquí, con una doble intención: que en contacto con el aire puro y las críticas –agradezco los comentarios- se les quite el olor a cerrado y porque compartir es amar y además sexy (shareaholic dixit). Ahora, eso sí: si gustan, ¡luego hay que comprar el libro! 😛
La comunicación es una tarea que exige coordinación entre sus agentes. En la búsqueda de la satisfacción de los objetivos compartidos, la comunidad concernida debe de utilizar medios –un canal, una narrativa…- adecuados, útiles y eficientes. Sin embargo, además de tener las buenas herramientas para que el mensaje pueda compartirse, los participantes en la comunicación deben de poner de su parte, tener un comportamiento en consonancia, que asegure que los mensajes son fructuosos, que generan una comunicación significativa. En resumen, se trataría de seguir unas reglas, que como exigibles a toda la comunidad lingüística adquieren carácter general -de máximas- que ajusten ‘las conductas lingüísticas de los participantes en un proceso de intercambio de información mediante el lenguaje’[1]. La buena noticia es que no hace falta crearlas desde cero: Grice condensó todas estas máximas en lo que llamó principio de cooperación que aplicaba a escenarios comunicativos como el de un hablante a un auditorio –algo que se puede considerar que se da en la comunicación a través de poetweets u otras formas de comunicación creativa, porque aunque se espera que haya una participación del auditorio, la propuesta o fragmento de propuesta si estamos en una cocreación, se enuncia desde un autor o coautor a la comunidad-. El principio de cooperación se enuncia así:
‘Haga su contribución a la conversación, allí cuando tenga lugar, de acuerdo con el propósito o la dirección – tácita o explícitamente aceptada- del intercambio en que se halla inmerso.’ Grice, Herbert Paul. Studies in the way of words. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press, 1991.
Si se viola este principio, el auditorio reconoce que el participante originador del intercambio no tiene una voluntad real de comunicarse y por ello la comunicación se desdibuja. Todo esto quedaría muy vago pero Grice declina este principio de cooperación en máximas a cumplir por los participantes en el acto de comunicación y que caen dentro de las cuatro categorías tradicionales: modo, relación, cantidad y cualidad.
La máxima de modo:
Grice enuncia la máxima de modo como ‘sea perspicuo (inteligible, claro)’. Esta máxima en la teoría de Grice tiene cuatro exigencias o submáximas.
- evite expresarse de una forma oscura
- evite ser ambiguo
- sea breve – evite ser innecesariamente prolijo
- sea ordenado
Pienso que Grice no pensaba en la comunicación a través de Internet cuando formuló estas máximas, ni tampoco en la creación, pero aún con eso,
es perfectamente utilizable en estos ámbitos. Entendamos las submáximas como una forma de asegurar con una checklist las condiciones para que la máxima se cumpla. Podría parecer que el caso de la creación artística es incompatible con la máxima de modo, o al menos con la submáxima de ambigüedad, porque se asume que el espectador, el interlocutor es más que un simple decodificador del mensaje. Como el espectador EMIREC, el del arte, es participante en la definición del significado que cosecha, todo mensaje se convertiría en ambiguo, dado que la extracción del significado de una obra de Arte, creativa, es inherentemente no determinista. Eso llevaría a un terreno cenagoso. Pero renunciar a adscribir la comunicación artística al cumplimiento de la máxima de ambigüedad sería caer en la simplificación que propone la metáfora telemática de la comunicación[2]. Según la metáfora telemática de la comunicación, existe un emisor y un receptor del mensaje. El emisor, piensa algo y, para su transmisión, lo codifica a un lenguaje, creando el mensaje, siguiendo un método operatorio bien descrito –un algoritmo- que aplica una serie de convenciones absolutamente conocidas y compartidas. La transmisión del mensaje se hace utilizando un medio, llegando al receptor, que lo decodifica siguiendo el proceso inverso, obteniendo el mismo significado[3] que el que hay en origen. Esto funciona así en un modem, pero no en la comunicación real. Y en la comunicación sobre la creación, sobre el arte, se puede asegurar que originador y receptor de cada mensaje no comparten el mismo marco referencial ni aplican forzosamente las mismas implicaturas conversacionales[4] y por tanto su proceso de codificación y decodificación no son en absoluto complementarios, lo que supone admitir que la reconstrucción en el destinatario de los mensajes en la comunicación hablada es también no determinista.
Entonces ¿qué sentido tiene la máxima de modo? La claridad, concisión y orden deben de asegurar que quien interpreta el mensaje sabe cuál es exactamente el mensaje a interpretar. Respecto de la ambigüedad, se debiera de evitar en el caso de que su presencia no aporte contenido al mensaje. Por ejemplo, en el siguiente fragmento del Buscón:
‘Entramos, primero domingo después de Cuaresma, en poder de la hambre viva, porque tal laceria no admite encarecimiento. Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, los ojos avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y oscuros que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz, de cuerpo de santo, comido el pico, entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero; las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que de pura hambre parecía que amenazaba a comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo como de avestruz, con una nuez tan salida que parecía se iba a buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos secos; las manos como un manojo de sarmientos cada una. Mirado de medio abajo parecía tenedor o compás, con dos piernas largas y flacas. Su andar muy espacioso; si se descomponía algo, le sonaban los huesos como tablillas de San Lázaro. La habla ética, la barba grande, que nunca se la cortaba por no gastar, y él decía que era tanto el asco que le daba ver la mano del barbero por su cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese. Cortábale los cabellos un muchacho de nosotros. Traía un bonete los días de sol ratonado con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos en caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra y desde lejos entre azul. Llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños. Parecía, con esto y los cabellos largos y la sotana y el bonetón, teatino lanudo. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues ¿su aposento? Aun arañas no había en él. Conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba. La cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado por no gastar las sábanas. Al fin, él era archipobre y protomiseria.’ Historia del Buscón llamado don Pablos. Francisco de Quevedo y Villegas.
Aquí los dobles significados no son casuales sino evidentemente buscados y tienen un magnífico encaje, da tal modo que el mensaje no sería el mismo sin esa ambigüedad[5] a la que se presta incluso la invención de nuevos vocablos. Y del mismo modo que en este caso las varias referencias de las palabras son importantes para el significado final a reconstruir, no debe de entenderse como un incumplimiento de la máxima la técnica de los cuadros de Dalí o Escher en que dependiendo de cómo se fije el punto de vista se perciben distintas formas. Si existe ambigüedad o varias posibilidades en el significado de algunos de los fragmentos del mensaje están ahí porque el creador de la propuesta así lo quiso y esta ambigüedad buscada forma parte del propio intercambio. Si existe una ambigüedad no buscada –esta está excluida de la comunicación eficiente- se estaría entonces infringiendo la máxima de claridad, porque se podrían estar incluyendo significados en el mensaje que no forman parte de su sentido buscado, pero también la de relación, la de cantidad y probablemente la de cualidad, porque si se están incluyendo significados inadvertidamente no se puede contrastar la veracidad de su contenido y ni siquiera tiene sentido la noción de sinceridad.
Para concluir, ¿Cuándo se busca la ambigüedad en la creación, en el Arte? Si consideramos la ambigüedad como la introducción de elementos que hagan la reconstrucción del significado no determinista, es decir, dependiente del espectador, entonces, el Arte es, debe de ser, siempre ambiguo. Un no negociable del hecho creativo expresado en una obra de arte es que el espectador participe interpretándola. Por eso –entre otras cosas- un panel de autovía no es una obra de arte, porque todo el mundo entiende lo mismo. Por eso –entre otras cosas- el grito de Munch o el Quijote sí lo son. Porque su significado completo –la multitud de interpretaciones que puede generar- necesitaría mucho más espacio del que tiene la obra en sí para describirse, por más que el Quijote no sea precisamente un libro de bolsillo.
[1] (Bustos (de) Guadaño 1999, Capítulo 19).
[2] La metáfora telemática de la comunicación esquematiza la comunicación humana para tomarla como eje de la comunicación entre dispositivos telemáticos. En esta metáfora, el mensaje pasa del origen al destinatario a través de un medio para el cual es re-codificado / traducido por medio de un dispositivo como un modem. Una vez el mensaje ha concluido su periplo por el medio de transmisión, por medio de otro modem, se regenera el mensaje, repitiendo el proceso de traducción a la inversa, lo que permite hacer pasar un mensaje inalterado –salvo por los fenómenos que en el medio puedan alterar el mensaje, llamados ruido de la comunicación- de un dispositivo a otro. La metáfora no esconde el hecho de que obvia toda dimensión que trascienda lo meramente lingüístico en el mensaje, sea contexto, contenido paralingüístico, pragmático… así que su utilización como modelo de la comunicación humana es espurio.
[3] Salvo por el ‘ruido’ que el medio puede añadir al mensaje. Sin embargo, el proceso de codificación y decodificación está completamente determinado algorítmicamente en este modelo telemático de la comunicación que, entre otras cosas, no deja sitio para teorizar sobre adiciones pragmáticas.
[4] Grice en Studies in the way of words, (Grice 1991) enumera, entre otras, las siguientes propiedades de las implicaturas de la conversación.
- La implicatura conversacional no es parte del significado de la expresión.
- Las implicaturas conectadas con locuciones familiares son difícilmente separables de estas.
- La verdad de una implicatura no es necesaria para la verdad de lo que se dice.
En cierto modo con esta noción de implicatura se revisita lo que se dijo de la participación del espectador en el arte, ¿Podría la comprensión de una expresión ser también considerada un juego hermenéutico máxime si se acepta que el arte es un lenguaje y la obra de arte una expresión que –según Pareyson- crea su lenguaje?
[5] Sin embargo, en la edición de Fernando Lázaro Carreter, hay sólo en ese fragmento 14 notas dando explicación del texto.
simone
Grazie all’autore del post, hai detto delle cose davvero giuste. Spero di vedere presto altri post del genere, intanto mi salvo il blog trai preferiti.